El rey ‘invita’, el pueblo ‘paga…’


Imagen Internet

Aunque no simpatizo con la Monarquía, ni con la de aquí, ni con la de allá, ni con la de ningún otro lugar, este sábado esuve atenta, sin perder puntada, a la retransmisión de la coronación de Carlos III de Inglaterra, cosa que justifico –aunque no tenga por qué- por lo arraigado del ceremonial y la fuerte carga histórica que implica, algo que para una apasionada de la Historia como yo, presenta un gran atractivo.

Sin embargo, esto no es óbice, para que desde otra perspectiva lo considere un auténtico despilfarro y un ritual anacrónico que persiste en reiterar una representación que presenta a la figura del monarca en una especie de comunión con el ‘altísimo’, intentado perpetuar así la idea de que los reyes son personas elegidas, cuya excepcionalidad le viene impuesta por la sangre y por su pertenencia a un linaje bendecido en el que el poder que se transmite tiene un origen divino. Un ritual que a estas alturas del siglo XXI carece de sentido. Pero los británicos, ya se sabe, son tan suyos y singulares, que continúan sin modificar un ápice de esta ceremonia de coronación y vasallaje que conserva elementos y componentes ancestrales desfasados, tras los cuales, lo único que queda es tan anécdótico como entretenido.

Y estaba yo tranquilamente observando el espectáculo, cuando pasó algo muy curioso que llamó del todo mi atención. Sucedió cuando la comitiva recorría las calles hacia la Abadía. En aquel momento la cámara enfocó de cerca la carroza real y los futuros reyes se dejaron ver con bastante claridad a través de la ventanilla: sentados, vestidos con el atuendo propio para la ocasión, ambos regalando saludos a diestro y siniestro muy sonrientes… Y entonces me di cuenta. Comprobé la museta de la capa soberana moteada de negro y me quedé absorta pensando, mientras la memoria dio un salto que me retrotrajo a la infancia: la capa del rey Carlos, se parecía a la del rey Melchor, el mismo que me visitó de pequeña y al que pude ver, digan lo que digan, con una nitidez asombrosa.

Recuerdo que había tardado mucho en dormirme porque estaba muy nerviosa pensando en los regalos. Y de repente, al entreabrir  los ojos  y girarme para cambiar de lado, allí estaba él, Melchor, con su corona, su barba blanca y una capa roja con la museta y el borde blanco con motitas negras…

Por aquel entonces los príncipes y reyes no eran para mi sino personajes que cobraban vida en los cuentos que mi padre –que dicho sea de paso, era un gran narrador- me contaba. Casi todos  héroes, fuertes y valientes, que protagonizaban hazañas en las que salvaban a una joven de las garras de algún dragón o de cualquier otro monstruo, eso sí, de ‘siete cabezas’ por lo menos. A cambio de tal salvamento recibían la mano de la princesa y al final se casaban, obteniendo como regalo y recompensa una parte del reino… Los reyes que yo conocí a través de los cuentos eran buenos, generosos y también guapos. Pero claro es que yo viví algunos años bajo el régimen de ‘un gallego bajito, con bigote y voz de pito’ que podía ser mi abuelo.  Entonces nada me hacía pensar, que no mucho tiempo después, por fin yo conocería -metafóricamente hablando porque apenas le vi una vez de lejos- a un rey de carne y hueso, que sin espadas, ni tener que enfrentar ningún monstruo, obtuvo para sí las ‘llaves del reino’.

Fue mucho después cuando comprendí que aquello que se dice sobre ‘las llaves del reino’ y ‘vivir del cuento’, más allá del símil o eufemismo, es una realidad. Porque al rey, a nuestro rey, no le había bastado con ‘vivir del cuento’ a ‘cuerpo de idem’, sino que le faltó tiempo para desvalijar y asaltar las arcas del estado, que para eso tenía las llaves. Y así lo conocimos muchos, campechano, rompedor de protocolos y muy abierto… A fin de cuentas, como la coronación, ‘las invitaciones del rey siempre las pagará el pueblo…’

Y pensé de nuevo en Melchor, en mi infantil inocencia y en cómo le vi con su capa roja de museta moteada mientras cruzaba mi habitación…Recordé que además de Rey era Mago -una gran ventaja- pues esa cualidad le permitía vivír sólo en mi imaginación, a salvo de los errores y vicios terrenales, libre, por tanto, de cualquier posible decepción…Y entonces me quedé mucho más tranquila …

©lapensadoragaditana

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