
Todos sabemos que la cuna de la democracia es Grecia, concretamente Atenas. Porque la Antigua Grecia no fue un territorio unificado bajo un solo gobierno sino que, debido a su posción geográfica y a su estructura orográfica, se organizó en ciudades-estados o polis independientes, cada cual con su modelo de estado. Esta configuración motivó una gran rivalidad entre ellas, sobre todo entre Atenas y Esparta, que presentaban dos modelos contrapuestos. Modelos, que más allá del gobierno mismo, permeaba la vida de los ciudadanos desde su nacimiento. Porque para asegurar la continuidad educaban a los niños y niñas siguiendo el cliché impuesto en función de la dicotomía sexo/género -errónea como se ha demostrado- cuyo producto final era una identidad ciudadana transmitida desde el nacimiento.
El tránsito del mito al logos tuvo una amplia repercusión sobre la sociedad griega, lo que unido al nacimiento de la democrática dio lugar a una remodelación de la ciudad, materializada en la aparición de un modelo urbanístico que colocó el ágora – y más tarde el foro romano- la plaza pública, en el centro social y político, eje de la democracia, que funcionaba como centro neurálgico de gestión. Su nacimiento fue concebido como “lugar de reunión de la comunidad en la ciudad, un espacio de asamblea donde se decidían casi todos los aspectos que afectaban a la sociedad y donde se hacía uso de la palabra. En ella se decidían cuestiones políticas, jurídicas, ó administrativas, y a medida que fueron pasando los años también se desarrolló la función comercial”.
Como centro de gobierno, en el ágora los ciudadanos debatían las leyes y decidían el futuro político de la ciudad. Con frecuencia el peso del debate de ponía en manos de expertos que dominaban la oratoria –o el arte de convencer- y la demagogia (de “dēmos”, que significa “pueblo”, y “agein”, que significa “conducir). Cuánto mejor era el orador, más convincente resultaba y mayor éxito tenía, inclinando así la balanza electoral a su favor…
En nuestro país no prima la cultura del debate –entre otras cosas-.Y hay quien prefiere el ‘monólogo’ como sistema de comunicación o convoca ruedas de prensa sin preguntas…Una actitud que depende en gran medida, de cómo les vaya electoralmente hablando… Pero los ciudadanos tenemos derecho a conocer –independientemente de las circunstancias- no sólo el contenido de los programas sino las capacidades de los candidatos y su solvencia como políticos que preteden liderar el país. Oír sus discursos, analizar sus discusiones, comprbar sus estrategias para salir del apuro, su soltura. Observar cómo se desenvuelven frente a su contrincante. Eso por no hablar del esfuerzo que requiere y por lo que también se les paga: la preparación, el estudio, la memorización de datos, ponerse al día de un sin fín de nñumeros y porcentajes, y desde el punto de vista psicológico no les viene mal aprender a templar los nervios y ensayar el autocontrol tan necesario para llevar a la práctica –gane o no gane- una política de mesura, de buenos modales, de respeto y de buena oratoria, en ningún caso cercana, ni por el forro, a la de los antiguos griegos…
El filósofo Sócrates, a quien algunos consideran la primera víctima de la democracia, enunció un brillante principio: «Habla para que yo pueda conocerte…»
Dicho queda…
©lapensadoragaditana
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