Muy sentida es la muerte cuando el padre queda vivo. (Séneca)

Como todos los años por estas fechas, nos disponemos a celebrar el Puente de Todos los Santos y el día de los Difuntos. La DGT advierte sobre un posible record de desplazamientos que cifra en 6.600.000. Hoteleros y hosteleros en general, ya se frotan las manos pensando en la llegada de una nueva oleada de turistas que, para variar, ocuparán nuestras costas a la caza y captura de los últimos rayos del sol de un ‘veroño’ que se resiste a acabar…
Tradicionalmente son fechas para recordar a nuestros seres queridos ausentes a los que visitamos en los cementerios. Se limpian las lápidas, se renuevan las flores, se reza, se llora quizá…Los camposantos, vacíos el resto de año, se llenan de gente, de murmullos entremezclados con un trasiego de flores entrecortado con los restos del aroma de la cal típica de mi tierra. No obstante cada año, el día de los difuntos se anticipa más y más para no coincidir con muchos y para cumplir con el ritual antes de marchar a pasar unos días de asueto. El puente y el buen tiempo proporcionado por el cambio climático, ha conseguido que la fiesta pierda la intensidad tradicional para imponer nuevas reglas de juego llegadas al calor de un evento tan ajeno como el Halloween: calabazas, disfraces, ‘truco o trato’ / ‘susto o muerte’ a las puertas de casa y fiestas para adultos por doquier…
A quien suscribe esta fecha la traslada a la infancia, al mercado de mi ciudad -abierto mañana y tarde durante el puente- en el que me visualizo con mi madre y mi abuela. Veo los puestos adornados: pollos, huevos y verduras representando diversas escenas. Recuerdo que hacía algo de frío o llovía porque llevo botas de agua. Entonces, aunque tardaba un poco, noviembre era un mes particularmente lluvioso. Mi abuela me compraba frutos secos: castañas, nueces, almendras, piñones y yo me sentaba en la puerta con los demás niños a golpearlos y comerlos. Curiosamente, como nunca he sido de dulces, no recuerdo ninguno en particular aunque seguro que también los había en casa. También recuerdo a las mujeres vestidas de negro, luciendo un largo período de luto que se prolongaba durante uno o dos años, según cada caso. En aquel tiempo el negro inundaba los cementerios, repletos de huérfanas y viudas de luto riguroso o el medio luto que dejaba insinuar el gris o retazos de banco sobre negro…
Durante generaciones esta tarea y otras que forman parte de rituales relacionados con la muerte, han estado ligado a las mujeres. Ellas, a solas con los difuntos, se encargaban de preparalos, de vestirlos y amortajarlos mientras los lloraban en privado y en público. Ya en el Antiguo Egipto apareció el oficio de plañideras o ‘yerit’, pues era un tubú manifestar tristeza en público, de ahí que se contratasen mujeres para desempeñabar este rol social que se transmitía coo el de matrona o hechicera, de madres a hijas… También en la Antigua Roma existieron las suplicantes, lloronas o plañideras conocidas como ‘praeficas’ que acompañaban a la comitiva funeraria elevando o descendiendo el tono de los lamentos según el momento…
Según el «Libro de las lágrimas» de Heather Christle, «El sistema lagrimal se desarrolló por primera vez cuando los peces se convirtieron en anfibios terrestres. Dejamos el agua y empezamos a llorar por el hogar que habíamos abandonado». Sea como fuere por alegría, por miedo, de risa o por tristeza, llorar es un acto que nos acompaña desde el nacimiento y sin embargo es una capacidad vinculada a la debilidad, a la fragilidad y, por ende, asociado a las mujeres. No es ningún secreto que las emociones se han sexualizado y por eso a los hombres de mi generación les enseñaron que ‘llorar es de nenas’. Y por eso el digno oficio de plañidera ha sido propio de las mujeres que dignificaron el llanto como manifestación del dolor en general y por los difuntos en particular.
Las plañideras se expandieron desde la antigüedad y con ellas sus llantos y sollozos. En la Ilíada, Homero describe a Hécabe, madre de Héctor, arrancándose los cabellos ante la muerte de su hijo, o el llanto de las Ninfas por el padre de Andrómaca y el de las Nereidas en el funeral de Aquiles. El profeta Jeremías, en el Antiguo Testamento, menciona a las ‘lamentatrices’ de la nación hebrea, cuando Judá e Israel fueron tomadas por Nabucodonosor: “Atended, llamad a las lamentatrices, que vengan; buscad a las más hábiles en su oficio” (Jeremías, 9:17).
En la cultura cristiana el llanto ha quedado singularmente plasmado en la figura de la Magdalena y de María, la Virgen, aunque durante siglos evitó que las mujeres se reapropiaran del llanto como una realidad intríseca al género: “En España, las constituciones sinodales de Sevilla prohibían a la viuda e hijas del difunto la asistencia al entierro para evitar que llorasen”
No obstante hasta mediados del siglo XX hubo plañideras en España, particularmente en los pueblos, donde a cambio de una módica cantidad. ofrecían sus lágrimas en los funerales. A modo de actrices trágicas preparaban el papel a desempeñar empapándose de la vida del difunto o difunta y, sentadas alrededor del féretro sollozaban, cosa que pueden recordar quienes vivan en las Rías Baixas, donde alcanzaron gran propularidad las conocidas ‘choronas’.
También el África Occidental, en Dahomey, cuando alguien va a morir, todas las mujeres de la familia se reúnen para lanzar sus lamentaciones a las que siguen los hombres y los niños. Y en América Latina aún pueden verse a algunas mujeres de negro, con un pequeño libro en las manos, llorando por alguien a quien no conocen…
En fin, con el correr de los años, las costumbres se han relajado y junto a la fiesta de los ‘fieles difuntos’ convive la ‘fiesta de los vivos’, aquellos que celebran la vida y burlan la muerte, haciendo alarde de lo que otrora dijo Cicerón: «La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos». Que así sea…
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